El miedo de las mujeres







Salgo a las 7 de la mañana para la clase de Box porque la terapeuta y el personal trainer dicen blablablá, en realidad voy porque siento ganas de sacudir del cuerpo, todo lo que allí está almacenado. 

El gym está a unas cinco cuadras, es de día a esa hora en Primavera en Buenos Aires y voy buscando las veredas más luminosas. De vez en vez me cruzo con algunos hombres que van a trabajar o no sé, caminan por las mismas veredas. A veces me detengo a ver una vidriera que dice “dos patamuslo por 60 pesos” sólo para esperar que alguno de ellos se vaya alejando según su paso.

Me doy cuenta. Siento miedo cuando pasan cerca. Ese miedo no es sólo mío. Es también el miedo de las mujeres que me precedieron por lo que vivieron.  Y no pudieron decir. Y tuvieron que callar. ¿Adónde creen que está ese miedo? ¿Adónde fue a parar? Anida en cada una y sus células.

El hombre pasa al lado, camina más rápido y yo aminoro la marcha. Deseo perderlo de vista. Deseo que se me quite el miedo ese de sentirlo cerca, borrar esa amenaza que me roza la piel. Siento miedo. Me sobresalto ligeramente. Es un temblor imperceptible. Quizás por fuera. Por dentro, vibra la memoria.

Y me pregunto por qué me asusta un hombre que apenas pasa por mi lado en la vereda iluminada por la primavera en la mañana de Buenos Aires. Por qué, si el hombre parece no verme, ni advertirme. Siento, levemente, que él sabe de mi temblor. Yo que él sabe.
Porque él completa mi memoria, del otro lado. Los dos componemos las partes calladas de una historia. Los dos somos uno, como se dice ahora.

Y ahora se dice. Algo se dice. Algo más se dice, no todo. De aquello que se calló y se mordió entre dientes. Algo de luz entra en ese oscuro silencio. Alguito.

Pero, mis queridos, el miedo que sentimos las mujeres frente a los hombres, más fuertes y más poderosos que nosotras por los siglos de los siglos, no fue todo dicho, no fue lo suficientemente expurgado de nuestro ADN y lo llevamos puesto.

Por eso mi alma parpadea a su paso y él lo advierte. Hay una red invisible de poder entre nosotros. Yo tiemblo y él es el eco que me devuelve mi grito callado.
Al fin llego al gimnasio. Mientras me coloco los guantes, me voy ubicando frente a al saco de arena y lo voy rodeando, se escucha la voz del profesor que indica “el brazo izquierdo se dirige hacia adelante, el puño izquierdo se flexiona hacia la mano derecha, esto evita que se produzcan golpes sobre el pecho.
El brazo derecho roza el tronco, mientras que el codo cubre la región del hígado. La mano estará ligeramente abierta, alejada apenas de la barbilla. La colocación del brazo y la mano derecha tienen la función de defendernos de los ataques del contrario.”
Y comienzo a practicar. Boxeo recreativo, le llaman.
Para mí es algo más.
Es quizás, por primera vez, adoptar una postura de protección y defensa.
Es ir menos expuesta por la vida.
Es dejar de ser el puching ball de otros.
No es una posibilidad para atacar.
Es la oportunidad de pararnos de otro modo en la vida.
Y, entre tanto batir, mezclar, remover y agitar el cuerpo, liberarnos.
Y transformarnos.

©Silvia Iglesias

Foto de Newsha Tavakolian


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