Elogio de la tristeza



Puede ser que ella toque un día a tu puerta.

Vos no sabrás qué hacer: la ves venir, la sentís llegar, quiere instalarse, y a vos te enseñaron que no es bueno juntarse con ella. Tiene mala prensa. “Dime con quién andas…” 
Hacés como si nada. No escuchás sus golpes suaves de nudillos tímidos. Subís la música. Te aturdís. Por momentos te llega un halo de melancolía y sabés que es ella, queriendo entrar. Llamás a una amiga, hablan de todo y de nada y se despiden con la promesa de encontrarse pronto.

Por un momento hay un silencio tranquilo. Recorres tu casa, riegas las plantas y cuando te levantas con la regadora en la mano te encuentras sin querer en el espejo. Te acercas y decides que sí, que esta semana sin falta vas a hacerte ese mágico tratamiento de belleza, aunque sale carísimo. Vas a ir igual. Otro respiro. Un minuto más de paz.

Te sirves un trago y te arrellanas en el sillón. Tu estómago te avisa que hoy no es un buen día para ese plan. Apoyas la copa sobre la mesa y miras por la ventana. Allí, el mar. Quedas extática, como siempre, mirándolo por largo tiempo hasta que un suave toc toc la ubica nuevamente en escena, del otro lado de la puerta.

Ordenas. Siempre tenés esa costumbre de juntar los papeles al lado de la computadora y hasta que no se hace una maraña enredada no parás. Ahora estás separando uno por uno, seleccionas, tiras, guardas. Tu escritorio adquiere un carácter prolijo y despejado. Y vos también. Si todo terminara ahí. Si eso fuera todo. Quizás sí. Por eso emprendes ahora con la ropa de la semana que vas acumulando en la silla, día tras día. Separas para lavar, para guardar, para colgar.

Y limpias. Barres, y al pasar por la puerta de entrada, la escuchas respirar del otro lado. Muy cerca. Lavas los pisos, cambias los muebles de lugar, “renovarse es vivir” y te enfrentas hasta con el horno. Tu casa reluce. Crees que el cansancio trae olvido. Y te recuestas en el sillón, para ver la tele. Te mereces, te dices, el descanso y el olvido. Y te duermes.

Te despiertas a eso de las 4 de la madrugada con las voces de un programa de televentas, algo contracturada y bastante despabilada para la hora. Apagas la tele. El edifico respira silencio. Pero ella sigue del otro lado de tu puerta, viva.

No sabes qué hacer ahora. Adónde escapar a las 4 AM? Qué hacer sin el sueño para volverte a dormir, ni la energía para levantarte a hacer algo? Y hacer, qué?

Lees. Y no te concentras, como si estuviera escrito en árabe. Dejas el libro.

- Toc Toc – escuchas ahora claramente.
- Quién es?– preguntas mientras se te electriza la piel.
- Soy yo, dejáme pasar.

Tiemblas, te duele el estómago y estás transpirando. Respiras agitada.
Todo tu cuerpo se desarticula y tu mente parece desarmarse.

Ya te habían dicho que con ella, no. Con ella, no.

-       Andáte, vos y yo no tenemos nada que ver.
-       Sólo necesito entrar
-       No me ves que estoy bien? Que no te quiero! Que no te necesito! Que nada nos une!
-       Quizás tenga algo para vos.
-       Qué podes tener para mí: lágrimas? Desgano? Apatía? Abandono?  Dolor?
-       Algo que nace cuando cruzás ese puente.
-       No quiero que nadie me vea con vos.
-       No hay nadie ahora, nadie me verá entrar. Abre la puerta y sólo mírame. Una vez.

Te sientes acorralada. Y a vos no te gusta eso. Todas tus cruzadas tuvieron la libertad como bandera. Cómo y por qué vendría ella ahora a cercarte? Con qué derecho, si vos querés seguir entera y de pie? Cómo se atreve a intentar derrumbarte en este momento que no es apropiado? Para qué actúa de manera tan políticamente incorrecta? Cuál es el sentido de que esté golpeando en tu puerta a esta altura de la vida? No soportas que nadie te presione de esa forma. No cedo, me estoy liberando, te dices mientras le abres la puerta.

Y entonces la ves. Te ves. Sos vos misma lastimada, sangrando, con heridas de guerra. La mirada quieta y lejos. Sos vos sin estructura, sin cascarón, en carne viva.  La casa se desordena y tu mundo cae. Sólo puedes verla a ella, ahora. La invitas a pasar, no sabes muy bien cómo actuar. Le dices que tome asiento en el sillón. Tienes miedo. Pero sobre todo, estás en sock.

-     Quién nos hizo esto? Le preguntas.
-     Es la vida. Sólo necesitaba que me vieras. Y me hicieras un lugar.
-     Lo siento. Perdón – le dices y comienzas lentamente a restañar sus heridas.
-     Te amo. Gracias – agregas mientras continúas aliviándola.


© Silvia Iglesias




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