Vení que te cuento




A mí me encantaba contarme cuentos. Era una especialista en eso. Dicen que porque tengo la luna en capricornio, que como no había nadie más por ahí que me contara cuentos, tuve que aprender a contármelos yo solita. Y lo bien que me salían.

Desde chiquita desarrollé una habilidad para protagonizar fantasías, idealizaciones, películas, novelas, historias, fábulas, leyendas y aventuras ambientadas en escenarios tan cercanos como lejanos. Nunca escatimé recursos. No había límites: aparecían pashás, visires, sultanes, princesas, reinas y esclavas, geishas y odaliscas de Oriente y Occidente. Norte y Sur. Todos ellos eran mis semejantes, sabía de sus sentimientos, emociones y tristezas. Me embanderaba con sus luchas y lloraba con sus decepciones.

Sentada en mi sillita de tiritas de color rojo y blanco de pvc que se adaptaba a mi cuerpo pequeño, y a mi forma, los libros me ayudaban a seguir creando. Yo amaba esa silla porque  me contenía. Con ella iba a la vereda de la casa, enfrente de la playa, y leía. Con ella iba a dentro y seguía leyendo. Al patio. Al living. Ella se movía conmigo. La silla era amable, blanda, segura, suave. Ese aro de metal recubierto de las finas tiritas de pvc me rodeaba, como un círculo protector. Ahí, estaba segura y tenía un amparo en la tierra para poner mi alma a volar.

Entonces mi cuerpo, cómodo y entregado a ese halo circular, era el punto de partida, como el astronauta que está por salir al espacio y sabe que la nave lo contiene adecuadamente.
La silla roja y blanca y yo éramos una sola en ese momento. Mi hermana tenía una silla igual, pero toda amarilla. Yo detestaba el color amarillo y eso hacía que mi felicidad de que mi silla sea mi silla fuera aún mayor.

Amé esa silla. Fue mi nido.  Desde allí aprendí a volar. Mi alma siempre deseosa y anhelante se iba de allí y viajaba. Adonde fuera: me encantaba vagabundear en alfombra voladora o frotar la lámpara de Aladino. Esperar que la puerta se abriera con las palabras mágicas: “Abrete Sésamo” y a partir de allí llegaban gentes de todas partes, ambientes, polvos mágicos y hadas madrinas.
Personajes grandes, pequeños, gigantes, pobres, ricos, agraciados, infortunados, cuerdos y disparatados, normales y extravagantes, sórdidos y sofisticados, vivían juntos. No había clases sociales o ambientes separados unos de otros. Mi imaginación era el mismo arca de Noé, todos conviviendo sin razas ni fronteras. Y a quienes esos ejemplares ponían a salvo, era a mí.
Me interesaban sus ropas, sus gestos, sus actos, sus costumbres, todo era objeto de observación y asombro. Eran  mi compañía. Y yo los aceptaba como parte de mi familia. Y los quería mucho.
Mucho más de lo que siempre supe: esos libros, esa sillita, ese mar enfrente, la vereda de mi casa y yo moviéndome con la silla casi pegada al cuerpo de un lado a otro buscando el sol, ahí, en ese mágico castillo, estaba todo lo que siempre mi alma de niña esperaba encontrar.

Quizás por eso, estudié Letras y escribí libros de poesía y novelas. Para seguir encontrando ese lugar adonde nada falta. El útero materno amigable. Un lugar posible. Una vez lo había habitado. Entonces existe.

Quizás por eso seguí contándome historias. Creí en ellas, más que en mi propia vida. Y desplegué naves en nombre de esa fe inquebrantable. Me hice a la mar. Enfrenté la furia y la calma, el oleaje y la marejada, a veces a favor de la corriente y muchas veces, no.

No me importó dejar las tiras rasgadas de mi vida en el camino. Era la silla misma deshilachándose con cada paso. Había aprendido a creer en cada cruzada, con fe ciega, con alma y vida. Apasionada y vehemente, bien valía quemar las naves y arder en el fuego de esa fe absoluta. Sin grietas ni fisuras.

Aún con el mar y el viento en contra, seguí contándome cuentos a lo largo de mi vida. Mi fuerza no decaía. Muchas veces, era  el mismo cuento, con un cambio ocasional de elenco. Y no podía advertirlo. Sólo el sabor conocido de estar recorriendo una vez más lo recorrido.

Un día, la tormenta en alta mar era devastadora, las olas me levantaban por el aire y me tiraban con fuerza otra vez  sobre el agua que parecía piedra. Podía ser el final. No había control de mi cuerpo ni de mi alma. Solo seguía la proyección del cuento más maravilloso que alguna vez podía haber imaginado vivir. Merecía mi entrega, mi lucha. La historia era bellísima y yo no podía resistirme. El cuento de hadas que toda chica sueña vivir. Todo mi cuerpo impregnado de una fe inapelable y una fuerza sorprendente resistía los embates más temibles, para poder llegar al final feliz de todos los cuentos de amor verdadero.

En uno de los golpes, intentando con tanto esfuerzo seguir el hilo del relato, empecé a sentir la falta de aliento, mi cuerpo temblaba de miedo y agotamiento, apenas podía respirar y me dolían todas mis partes. Era un conjunto de partes, había perdido la unidad. Tendida boca arriba en el mar mientras una luz blanca me iluminaba, sentí temblar por vez primera a la tierra y al océano. Un rayo platino, estrepitoso, cayó en el agua y mi cuerpo cimbró con un estremecimiento feroz, que conmovió todas y cada una de mis células. Y las modificó para siempre.

Aquel  rayo de luz quebró el nido, rompió el hechizo, el ensueño, que desde niña me tenía hipnotizada. Y quizás, antes a mi madre y así, hacia atrás, con todos. 

Ya no me cuento más la historia de que vos me querés. Ni la adorno de mil maneras, ni vos salís de pronto en el medio del mar, ni me rescatás de mis tormentas marinas. Ni me digo que tanto amor que me das tiene que ser correspondido. Ni que un amor así merece honrarse y vivirse porque es la dicha mayor  que se le puede conceder a un humano en este mundo. 

El cuento era precioso, era la mejor historia que podía haber soñado alguna vez para mí. Nada faltaba. Todo era perfecto, y más. El único detalle era que el príncipe y la princesa no estaban juntos porque como en todo cuento hay muchos obstáculos que atravesar, enemigos que se oponen,  brujas malvadas, pociones mágicas, karmas, destinos, vaya a saber, la cosa era que  nunca llegábamos a comer las perdices.

Me vuelvo hacia mi niña, con su silla y su libro que me mira sin comprender. La abrazo y le digo que todo está bien. Que ella es mi heroína, que ella me salvó con sus historias. Y que gracias a ella conocí tantos mundos y tantas personas y viví otras vidas y sentimientos y formas de ser a las que pude amar y me mantuvieron amada durante tanto tiempo. 

Me mira y entiende. Las dos entendemos. Lo que buscábamos entre las líneas de cada libro con maravillada curiosidad era la verdad.

Ahora vamos sin historias, ni cuentos, ni magia, ni fuego, ni silla, ni libros. 
En las manos, nos tenemos la una a la otra.
Despiertas.




©Silvia Iglesias

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